Cuando era joven,
tenía la costumbre de mirar
detrás de las
cortinas
a los hombres que
iban y venían por la calle. Hombres viejos, borrachos.
Hombres jóvenes,
más ácidos que la mostaza.
Los veía. Los
hombres siempre
están yendo a
alguna parte.
Ellos sabían que
yo estaba ahí. Con quince
años, y famélica.
Se paraban debajo
de mi ventana
con los hombros en
alto, como los
pechos de una
adolescente,
y la cola del
traje palmeándoles
las nalgas,
los hombres.
Un día te toman
con delicadeza
entre sus manos,
como si
fueras el último
huevo crudo de la tierra. Después
aprietan. Un poquito
nomás. El
primer estrujón es
agradable. Un abrazo rápido.
Suaves hasta tu
indefensión. Un poquito
más. Y empieza a
doler. Te arrancan una
sonrisa que patina
en el miedo. Cuando
se acaba el aire,
el cerebro te
explota, estalla breve y feroz
como la cabeza de
un fósforo. Hecho trizas.
Es tu jugo
el que baja por
sus piernas. Manchándoles los zapatos.
Mientras la tierra
vuelve a enderezarse
y el gusto trata
de retornar a la lengua,
tu cuerpo ya se
cerró. Para siempre.
No existen llaves.
Después la ventana
se cierra toda sobre
tu mente. Ahí,
detrás
del oscilar de las
cortinas, caminan los hombres.
Sabiendo algo.
Yendo a alguna
parte.
Pero esta vez,
nada más voy a
pararme y mirar.
A lo mejor.
Maya Angelou
Estados Unidos
San Luis, Misuri, 4
de abril de 1928/
Winston-Salem,
Carolina del Norte,28 de mayo de 2014
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