Usaba
zapatillas doradas para protegerse del frío abismal de la sabana en los últimos
años de un siglo que murió sin respiro era a su manera valiente como un sueño
perdido entre usureros y tenía dos hijas que dormían como alondras nocturnas y
correteaban como alondras despiertas
por
los cuartos estrechos donde las tres cabían sin estorbo
y
hasta quedaba espacio para beber un vino o fumar largamente mientras hacía
guiño alguna estrella.
Despedida
de los vendavales marinos
declamaba
un poema de Neruda en el que un ancla jubilada
cruzaba
la luz de Antofagasta
(decía
haberlo conocido por mí y la verdad
he
olvidado las anclas y Neruda se ha muerto).
Esta
Elena nunca llegó a Troya, tal como aquel demiurgo lo constata
y
por lo tanto todo fue una nube: las rabietas de Menelao
y
hasta el regreso a Itaca.
Elena
quedó entre sus alondras
sin
importarle un higo el diente del invierno
ni
la amenaza de los devoradores de caballos.
Alfredo
Vanín
Colombia
Timbiquí
1950
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