Cuando
yo tenía catorce años
me
hacían trabajar hasta muy tarde.
Cuando
llegaba a casa,
me
cogía la cabeza mi madre entre sus manos.
Yo
era un muchacho que amaba el sol y la tierra
y
los gritos de mis camaradas en el soto
y
las hogueras en la noche
y
todas las cosas que dan salud y amistad
y
hacen crecer el corazón.
A
las cinco del día, en el invierno,
mi
madre iba hasta el borde de mi cama
y
me llamaba por mi nombre
y
acariciaba mi rostro hasta despertarme.
Yo
salía a la calle y aún no amanecía
y
mis ojos parecían endurecerse con el frío.
Esto
no es justo, aunque era hermoso
ir
por las calles y escuchar mis pasos
y
sentir la noche de los que dormían
y
comprenderlos como a un solo ser,
como
si descansaran de la misma existencia,
todos
en el mismo sueño.
Entraba
en el trabajo.
La
oficina olía mal y daba pena.
Luego,
llegaban las mujeres.
Se
ponían a fregar en silencio.
Veinte
años.
He
sido escarnecido y olvidado.
Ya
no comprendo la noche
ni
el canto de los muchachos sobre las praderas.
Y,
sin embargo, sé
que
algo más grande y más real que yo
hay
en mí, va en mis huesos:
Tierra
incansable,
firma
la paz que sabes.
Danos
nuestra existencia a nosotros mismos.
Antonio
Gamoneda
España
Oviedo,
30 de mayo de 1931
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