Esa mañana, cuando la luz se metía
entre las bancas, a través de los álamos
en el parquecito de Santa Fe
frente a la Basílica de San Francisco,
el jubilado me dijo
que a veces uno no desea morir
-sólo a veces-.
Cuando el
esqueleto se despierta sin quejas
y en la terraza el sol entiende la piel de la vejez.
Cuando el menú del
día está sabroso,
la pensión llega a tiempo, completa,
y la casa no insiste en caerse a pedazos.
Cuando la memoria
recuerda solamente lo bueno, lo bueno;
los hijos vienen de visita,
los nietos cuelgan de la alegría, abren la nevera
y se comen hasta la soledad.
Cuando uno reposa
contento, encantado
en las tintas de un buen libro,
o en los andamios de una gran película,
y entonces no hay apuro para encontrarse con Dios.
Cuando el día está
bonito, sí, bonito
y no importa si el gobierno entero se va al carajo.
Eso, me dijo el
jubilado,
en el parquecito de Santa Fe
frente a la Basílica de San Francisco,
que a veces uno no desea morir
-sólo a veces-.
Guayaquil, 17 de marzo de 1972
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