Nadie diría que
hemos envejecido. Nadie sabe
cuánto tiempo ha
pasado.
Él todavía tiene
cabellos oscuros
en las sienes,
aquellos cabellos largos café negro
que como cortinas
le caían en la frente.
Es joven. No
parece un hombre de 50 años,
ni yo una mujer de
45. Ayer
por la calle
alguien me preguntó
por nuestros
hijos. No los tenemos.
Sólo tuvimos un
precioso jardín con la estatua
del Dalai-Lama en
el centro
y una fuente en la
que él y yo nos
asomábamos, con el
agua clara formando pequeños
remolinos que
giraban
hasta hacernos
perder la cabeza. Por allí
pasaba el verano y
el invierno. El polvo que
venía del norte
diciendo cosas tristes
y luego los
charcos que se secaban, recordándome
sus años y los
míos.
Hoy quizá un
trofeo de caza vale más para él
que un beso mío.
Yo me he retirado de aquel
dulce paisaje de
la vida. He olvidado la
suave cortina de
sus cabellos cayéndole en la frente
y por el antiguo
jardín miro pasar las densas
polvaredas –es el
oro me digo–.
Y luego los
charcos que se secan –es la edad–.
¡Ah! pero yo fui
una chica de 20 años que
plácidamente
soportaba el amor y el tiempo.
Nicaragua
Masaya, 28 de
octubre de 1945
1 de noviembre de 2016
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