Llenaron la casa
con su ruido de
humo,
golpearon
ventanas, se colaron por las cerraduras
y planearon los
hilos de mi infancia,
presas de una
voracidad más antigua que el fuego.
Tía Blanca
colgaba en el techo
bolsas
transparentes de polietileno
y así las moscas
se espantaban
con el vértigo de su mirada múltiple.
Nos hicimos
artistas de la crueldad,
tratantes de
alas,
felices
asistentes al espectáculo
de verlas
borrachas al final de la tarde
con tanta fina
estocada del matamoscas.
Santas y
piadosas moscas,
llevan siempre
una corona sin reino,
una aureola
torcida,
negra,
para ser
exhibida bajo el polvo,
en los estantes olvidados del vacío.
Henry Alexander
Gómez
Colombia
Bogotá, 1982
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