17 octubre 2017

Reseña de Salvador, Miguel Iriarte

A Salvador Acosta, sordo.

Los papeles en desorden del recuerdo
Borrosamente discuten su figura
Por los alrededores más o menos de magia
De mi infancia.
(El era el paso firme y la alegría puestos en fuga
por los años)
Forjando el hierro en una fragua rústica
Hecha a mano
 Como cada arruga de su suerte
 Como cada grado de su curvada
espalda
Martillaba y reinventaba el fuego
 todo el día
Sin importarle el progreso de las sombras,
En un taller-cocina-cuarto-y-sala
Casi acostado sobre un arroyo seco
Que se cansó de extenderle invitaciones
Al desastre.

Y no oía. Nada oía.
Ni el murmullo de los sueños lejanos en el tiempo
Que a veces regresaban a posarse en sus sienes
Y que él espantaba a manotazos
Cuando estorbaban en su oficio de herrero.
Ni los pájaros muertos de sus nietos
Ni la conversación de la candela
Ni el quejido del yunque
Ni el tropel ensayado mil veces de su yerno Ismael
–el Cojo–
Y de los hijos del Cojo Ismael
(solo boca y pobreza adheridos al cobre del trombón)
Que tocaban todos en la banda.
Salvador se llamaba y era sordo.
Tal vez más poeta que habitante.
Encorvado profeta que dialogaba a diario
Con la alquimia de un mundo
Que iba y venía de las cenizas.
También mataba
 ganado a domicilio.
Y creo que otro hijo suyo tocaba
De año en año
el acordeón.
Miguel Iriarte
Colombia

Sincé, Sucre, 1957

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