Despiertos hace rato, con la oscuridad como único
alimento,
recuerdan haberse acercado lentamente a la ventana,
hace unas horas.
Sus corazones dieron un vuelco, y se quedaron quietos,
en sus ropas raídas, tiritando, sintiendo la escarcha
avanzar de a poco.
Por largo tiempo, no hubo nada más,
apenas sus ojos transformándose en minúsculas
estrellas.
Y entonces el amanecer,
un estruendo repentino de circunstancias.
Nunca había pasado algo semejante.
Nunca había existido una belleza similar.
Un cielo nunca visto hasta ahora
calcinó una grieta a través de un horizonte cercano.
En sus ojos había trastorno.
Se balancearon y se frotaron las manos,
precavidos, fueron y volvieron hasta el límite de la
mirada.
Y en cada ciclo, la mañana se mostraba más y más,
como lo hace el azafrán en el invierno helado,
al abrirse más y más.
Vieron cómo se endurecía y contraía el horizonte
como una placa de acero en profundas aguas
y se entregaron, como si sus alas estuvieran cautivas
en sus ropas.
A lo ancho y largo de los campos reinaba un susurro y
un canto,
y una atmósfera absoluta de persuasión:
Amigos, es hora de darse cuenta, el tiempo está
circulando
por esta vecindad.
Es el amanecer, la indecible iridiscencia de toda
prisa
que pasa con ansiedad y con fricción: hay que
apurarse…
Pero su vista resbaló a sus pies,
encogidos hasta casi dormirse, sus bocas se secaron,
sus sueños vibraron en sus cápsulas.
No hay caso, las respuestas son previsibles.
Apenas saben quiénes son, sienten que son brotes de
hierbas
que siguen creciendo y creciendo.
Alice Oswald
Reino Unido
Reading, 1966
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