Escúchame, los poetas laureados
tan solo se mueven entre plantas
de nombre poco usados: bojes, alheñas o acantos.
Por mí, amo las calles que dan a los herbosos
fosos donde en charcos
medio secos agarran los muchachos
alguna anguila desmirriada;
las sendas que siguen los taludes
descienden entre los penachos
de las cañas y llegan a los huertos,
entre los limoneros.
Mejor si la algazara de los pájaros
englutida por el azul se apaga:
se escucha más claro el susurro
de las ramas amigas en el aire
que casi no se mueve,
y las sensaciones de este olor
que no sabe separarse de la tierra
y llueve en el pecho una dulzura inquieta.
De las desviadas pasiones
por milagro aquí calla la guerra,
aquí también nos toca
a nosotros los pobres
nuestra parte de riqueza
y es el olor de los limones.
Ve, en estos silencios en que las cosas
se abandonan y parecen próximas
a traicionar su último secreto,
a veces se espera descubrir
un error de la naturaleza,
el punto muerto del mundo, el anillo
que no resiste,
el hilo por desenredar
que nos ponga finalmente
en el medio de una verdad.
La mirada hurga en torno,
la mente indaga, acuerda, desune
en el perfume que inunda
al languidecer más el día.
Son los silencios donde se ve
en cada sombra humana que se aleja
alguna perturbada deidad.
Mas falta la ilusión y el tiempo nos devuelve
a las ciudades rumorosas donde el azul se muestra
solo a retazos, arriba, entre molduras.
La lluvia fatiga la tierra, después; sobre las casas
se adensa el tedio del invierno,
se hace avara la luz, avara el alma.
Cuando un día de un mortal mal cerrado
entre los árboles de un patio
el amarillo de los limones se nos muestra;
y el hielo del corazón se deshace,
entre el pecho nos borbotan sus canciones
las trompetas de oro de la solidaridad.
Eugenio Montale
Italia
12 de octubre de 1896, Génova/ 12 de septiembre de 1981
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