Antes
hubo siete y en todas ellas
el
sueño me incendió con el fulgor de un bosque.
En
unas aprendí que el invierno suele ser una estación dormida,
que
tras los leños arde no sólo la savia y la madera,
sino
también el tiempo y sus raíces,
la
lluvia que no volverá a empaparnos,
el
cielo que ya no ha de protegerte,
en
otras bosquejé un rastro de hojarasca,
un
río imprevisto, el color de las nubes.
En
una de ellas esperé a mi padre y seguí expectante
esas
briznas de luz cuando la mañana sabía a mosto y a jalea
y
los pozos aún vertían pavor sobre los ojos;
aquella
casa olía a medicinas y a un temblor cansado.
A
niños y a lluvia,
olía
a lluvia y a macetas todo el tiempo.
En
otra conocí la primavera de septiembre, sus moscas y sus parras,
la
mano de mi abuelo, rota y fría en el terrazo,
la
voz desierta de mi hermano ausente (y Dios que se ocultaba)
que
perturbaba, y cómo, los espejos. Y el exilio.
En
ella conocí la vía láctea publicada en unos hombros,
el
liz, la luna y los vergeles de la sangre y la aguatinta.
En
ella descubrí cuán solo estaba y el efecto corrosivo de tu nombre.
La
otra fue una casa diluida en otras casas
donde
las estrellas guardaban todavía un sabor a tahona vieja y a letrina.
Los
chicos caminábamos por un corredor sin huesos
y
sobre todos cabalgaba un aire ya viciado de amapolas y periódicos.
En
ella contemplaba las luces de Sevilla.
El
mundo se abismaba en nuestros ojos con prontitud de albatros.
Qué
altas se me hicieron desde entonces las ventanas.
Hubo
otra casa. Estaba en una esquina, junto a un puesto de flores
y
eso es todo, porque allí se conjuró la dicha y el geranio. Las higueras,
quietas,
exhalaban
su aroma de campanas, cartílagos y verbos. Y yo fui el verbo,
las
lonas hinchadas desde el verbo. Y tú te me fuiste
como
se va la leche en una madre.
Después
vino la sombra, el grito, la oliva cangrenada,
la
crucifixión, la noche, el destripado arcángel.
Y
descubrí el desierto, esa casa sin techo que llevo a todas partes,
una
casa excavada en el talud, bastión para el leopardo.
Un
retrato donde el mar acababa en una hoguera:
dentro
de unas botas, uno no era más que un trozo de carne
que
cualquiera echa a los perros.
Viví
bajo un naranjo. Su verde aroma me sigue desde entonces.
Tomé
una calle y luego otra y en su savia exprimí
más
el consuelo que el asombro. No todo era perdido.
Después
vino el mar, una casa en el mar, con pálidas gaviotas
y
la sensación de que el mundo era tan joven
que
jamás alzaría su mano sobre mí. Un barco
apareció
de pronto, tan azul, tan tuyo y nuestro,
que
de pronto el sol palideció y se hizo carne
y
crecieron las montañas y los dedos. La luz corría más que el agua.
La
voz de un niño crepitó en la luz.
Y
llegó la octava casa. Esta, sobre la que dejé mis manos y mis uñas,
la
que defendí contra mí mismo y contra todos. Esta.
Esta
casa, la octava, la penúltima. Sobre la que ahora
me
cerca el horizonte, la de la chimenea encendida,
la
del balbuceo y la harina, la del ciprés y la tarde,
la
del mar al que regreso cada día,
la
que sabe a tinta fresca y a potajes,
la
alquilada por siempre al domador de fantasmas,
la
casa que algún día me guiará al invierno,
esta
casa, la de tu tibio nombre.
Manuel
Moya
España
Fuenteheridos,
Huelva, 1960
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