Detesto a los turistas que fatigan a Brujas en todos
los veranos. Desaforados voyeristas de templos
y abadías que pretenden mirar la misma torre,
montar la misma góndola y salir en las fotografías
del puente sobre el río Zwyn, del Hospicio de Vos
o de la Puerta de Gante. Entrometidos visitantes,
ojos rasgados, ocultos tras sus cámaras, copiando
esquinas y paisajes.
Brujas se exaspera, suda con ellos a altas temperaturas
y su respiración agitada crea un vaho que
empaña e impide ver los vitrales de las iglesias
medievales. Estos necios caminantes se limitan
a mirar y a llevarse en la retina o en postales,
pedazos de ciudad.
A mí me gusta hurgarle las entrañas a Brujas,
palparla, sentir su piel marchita, conocer su edad,
percibir sus arrugas, sus cicatrices formadas por
el paso de los años y el roce de los cuerpos. Por
eso voy a Brujas, en otoño o en invierno, cuando
es triste y solitaria, un poco íntima, desvalida y
quejumbrosa, como si se sintiera abandonada.
Clara Mercedes Arango
Colombia
Cúcuta, 1961
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