Hay
un niño que llega cada día
ofreciendo
su mínima intemperie
sobre
el claro mantel del desayuno.
Levemente
se asoma
por
la ventana gris de algún periódico,
sin
lágrimas ni risas en su rostro:
sólo
pura mirada
y
un humilde cansancio de terrores
derramado
en sus labios.
Viene
desde muy lejos:
de
las tierras del fuego y la tristeza,
de
selvas y arrozales,
de
campos arrasados, de montañas perdidas,
de
ciudades sin nombre ni memoria
donde
la muerte es sólo
una
muda costumbre cotidiana.
Tal
vez trae en sus manos
algún
pobre juguete:
el
fusil que encontró en aquella zanja
junto
a un hombre dormido,
las
inútiles botas de su padre,
el
arrugado casco de aluminio
del
hermano más alto y más valiente,
el
trozo de metralla
que
derrumbó su infancia en un instante.
Se
sienta a nuestra mesa, quedamente,
como
si no estuviera,
y
contempla asombrado los terrones
de
azúcar, las galletas,
la
alegre redondez de las naranjas,
la
taza de café, con su recuerdo
de
humaredas oscuras.
Nunca
nos pide nada: sólo mira
desde
un viejo silencio,
con
un largo paisaje de preguntas
remansado
en sus párpados.
Y
permanece inmóvil,
clavándonos
el tiempo en su palabra
que
nunca escucharemos.
Como
si fuera un niño, simplemente.
Sin
saber que en sus ojos
lleva
la herida grande
de
todo el universo.
Antonio
Porpetta
España
Elda,
14 de febrero de 1936
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