Una mano, dos
manos. Nada más.
Todavía me
duelen las manos que me faltan,
esas que se
quedaron adheridas a la barca fantasma que me trajo
y sacuden la
costa con golpes de tambor,
con puñados de
arena contra el agua de migraciones y nostalgias.
Son manos
transparentes que deslizan el mundo debajo de mis pies,
que vienen y se
van.
Pero estas que
prolongan mi espesa anatomía
más allá de
cualquier posible hoguera,
un poco más acá
de cualquier imposible paraíso,
no son manos que
sirvan para entreabrir las sombras,
para quitar los
velos y volver a cerrar.
Yo no entiendo
estas manos.
Sí, demasiado
próximas,
demasiado
distantes,
ajenas como mi
propio vuelo acorralado adentro de otra piel,
como el insomnio
de alguien que huye inalcanzable por mis dedos.
A veces las
encuentro casi a punto de ocultarme de mí
o de apostar el
resto a favor de otro cuerpo,
de otro falso
plumaje que conspira con la noche y el sol.
Me inquietan
estas manos que juegan al misterio y al azar.
Cambian mis
alimentos por regueros de hormigas,
buscan una
sortija en el desierto,
transforman la
inocencia en un cuchillo,
perseveran
absortas como valvas en la malicia y el error.
Cuando las miro
pliegan y despliegan abanicos furtivos,
una visión
errante que se pierde entre plumas, entre alas de saqueo,
mientras ellas
se siguen, se persiguen,
crecen hasta
cubrir la inmensidad o reducen a polvo el cuento de mis días.
Son como dos
esfinges que tejen mi condena con la mitad del crimen,
con la mitad de
la misericordia.
¡Y esa expresión
de peces atrapados,
de pájaros
ansioso,
de impasibles
harpías con que asisten a su propio ritual!
Esta es la
ceremonia del contagio y la peste hasta la idolatría.
Una caricia
basta para multiplicar esas semillas negras que propagan la lepra,
esas
fosforescencias que propagan la seda y el ardor,
esos hilos errantes
que propagan el naufragio y la sed.
¡Y esa brisa
incesante que deslizan de la una a la otra
como un secreto
al rojo,
como una llama
que quema demasiado!
Me pregunto, me
digo
qué trampa están
urdiendo desde mi porvenir estas dos manos.
Y sin embargo
son las mismas manos.
Nada más que dos
manos extrañamente iguales a dos manos en su oficio de manos,
desde el
principio hasta el final.
Olga Orozco
Argentina
Toay, 17 de
marzo de 1920
Buenos Aires, 15
de agosto de 1999
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